Tema 28. La gracia y las virtudes

La gracia es la fuente de la obra de santificación; sana y eleva la naturaleza haciéndonos capaces de obrar como hijos de Dios.

Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad.

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1. La gracia

Dios ha llamado al hombre a participar de la vida de la Santísima Trinidad. «Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural » (Catecismo, 1998) [1]. Para conducirnos a este fin último sobrenatural, nos concede ya en esta tierra un inicio de esa participación que será plena en el cielo. Este don es la gracia santificante, que consiste en una «incoación de la gloria» [2]. Por tanto, la gracia santificante:

— «es el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma, para sanarla del pecado y santificarla» (Catecismo, 1999);

— «es una participación en la vida de Dios » (Catecismo, 1997; cfr. 2 P 1, 4), que nos diviniza (cfr. Catecismo, 1999);

— es, por tanto, una nueva vida, sobrenatural; como un nuevo nacimiento por el que somos constituidos en hijos de Dios por adopción, partícipes de la filiación natural del Hijo: «hijos en el Hijo» [3];

— nos introduce así en la intimidad de la vida trinitaria. Como hijos adoptivos, podemos llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único (cfr. Catecismo, 1997);

— es «gracia de Cristo», porque en la situación presente —es decir, después del pecado y de la Redención obrada por Jesucristo— la gracia nos llega como participación de la gracia de Cristo (Catecismo, 1997): «De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia» (Jn 1, 16). La gracia nos configura con Cristo (cfr. Rm 8, 29);

— es «gracia del Espíritu Santo», porque es infundida en el alma por el Espíritu Santo [4].

La gracia santificante se llama también gracia habitual porque es una disposición estable que perfecciona al alma por la infusión de virtudes, para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor (cfr. Catecismo , 2000) [5].

2. La justificación

La primera obra de la gracia en nosotros es la justificación (cfr. Catecismo, 1989). Se llama justificación al paso del estado de pecado al estado gracia (o “de justicia”, porque la gracia nos hace “justos”) [6]. Ésta tiene lugar en el Bautismo, y cada vez que Dios perdona los pecados mortales e infunde la gracia santificante (ordinariamente en el sacramento de la penitencia) [7]. La justificación «es la obra más excelente del amor de Dios» (Catecismo, 1994; cfr. Ef 2, 4-5).

3. La santificación

Dios no niega a nadie su gracia, porque quiere que todos los hombres se salven (1 Tm 2, 4): todos están llamados a la santidad (cfr. Mt 5, 48) [8]. La gracia «es en nosotros la fuente de la obra de santificación» (Catecismo, 1999); sana y eleva nuestra naturaleza haciéndonos capaces de obrar como hijos de Dios [9], y de reproducir la imagen de Cristo (cfr. Rm 8,29): es decir, de ser, cada uno, alter Christus , otro Cristo. Esta semejanza con Cristo se manifiesta en las virtudes.

La santificación es el progreso en santidad; consiste en la unión cada vez más íntima con Dios (cfr. Catecismo, 2014), hasta llegar a ser no sólo otro Cristo sino ipse Christus , el mismo Cristo [10]: es decir, una sola cosa con Cristo, como miembro suyo (cfr. 1 Co 12, 27). Para crecer en santidad es necesario cooperar libremente con la gracia, y esto requiere esfuerzo, lucha, a causa del desorden introducido por el pecado (el fomes peccati). «No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual» (Catecismo, 2015) [11].

En consecuencia, para vencer en la lucha ascética, ante todo hay que pedir a Dios la gracia mediante la oración y la mortificación —«la oración de los sentidos» [12] – y recibirla en los sacramentos [13].

La unión con Cristo sólo será definitiva en el Cielo. Hay que pedir a Dios la gracia de la perseverancia final: es decir, el don de morir en gracia de Dios (cfr. Catecismo, 2016 y 2849).

4. Las virtudes teologales

La virtud, en general, «es una disposición habitual y firme a hacer el bien» (Catecismo , 1803) [14]. «Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad» (Catecismo, 1812). «Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos de Dios» (Catecismo, 1813) [15]. Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad (cfr. 1 Co 13, 13).

La fe «es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone» (Catecismo, 1814). Por la fe «el hombre se entrega entera y libremente a Dios» [16], y se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios: «El justo vive de la fe» ( Rm 1,17) [17].

— «El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla» (Catecismo, 1816; cfr. Mt 10,32-33).

La esperanza «es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo, 1817) [18].

La caridad «es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios» (Catecismo, 1822). Este es el mandamiento nuevo de Jesucristo: «que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12) [19].

5. Las virtudes humanas

«Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena» (Catecismo, 1804). Éstas «se adquieren mediante las fuerzas humanas; son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos» (Catecismo, 1804) [20].

Entre las virtudes humanas hay cuatro llamadas cardinales porque todas las demás se agrupan en torno a ellas. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza (cfr. Catecismo, 1805).

— La prudencia «es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo» ( Catecismo, 1806). Es la «regla recta de la acción» [21].

— La justicia «es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido» (Catecismo, 1807) [22].

— La fortaleza «es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa» (Catecismo, 1808) [23].

— La templanza «es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos» (Catecismo, 1809). La persona templada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, y no se deja arrastrar por las pasiones (cfr. Sir 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada "moderación " o "sobriedad" (cfr. Catecismo, 1809).

Con respecto a las virtudes morales, se afirma que in medio virtus. Esto significa que la virtud moral consiste en un medio entre un defecto y un exceso [24]. In medio virtus no es una llamada a la mediocridad. La virtud no es el término medio entre dos o más vicios, sino la rectitud de la voluntad que —como una cumbre— se opone a todos los abismos que son los vicios [25].

6. Las virtudes y la gracia. Las virtudes cristianas

Las heridas dejadas por el pecado original en la naturaleza humana dificultan la adquisición y el ejercicio de las virtudes humanas (cfr. Catecismo, 1811) [26]. Para adquirirlas y practicarlas, el cristiano cuenta con la gracia de Dios que sana la naturaleza humana.

La gracia, además, al elevar la naturaleza humana a participar de la naturaleza divina, eleva esas virtudes al plano sobrenatural (cfr. Catecismo, 1810), llevando a la persona humana a actuar según la recta razón iluminada por la fe: en una palabra, a imitar a Cristo. De este modo, las virtudes humanas llegan a ser virtudes cristianas [27].

7. Los dones y frutos del Espíritu Santo

«La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo . Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (Catecismo, 1830) [28]. Los dones del Espíritu Santo son (cfr. Catecismo, 1831):

1º don de sabiduría: para comprender y juzgar con acierto acerca de los designios divinos;

2º don de entendimiento: para la penetración en la verdad sobre Dios;

3º don de consejo: para juzgar y secundar en las acciones singulares los designios divinos;

4º don de fortaleza: para acometer las dificultades en la vida cristiana;

5º don de ciencia: para conocer la ordenación de las cosas creadas a Dios;

6º don de piedad: para comportarnos como hijos de Dios y como hermanos de nuestros hermanos los hombres, siendo otros Cristos;

7º don de temor de Dios: para rechazar todo lo que pueda ofender a Dios, como un hijo rechaza, por amor, lo que puede ofender a su padre.

Los frutos del Espíritu Santo «son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna» (Catecismo, 1832). Son actos que la acción del Espíritu Santo produce habitualmente en el alma. La tradición de la Iglesia enumera doce: «caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad» (Ga 5, 22-23).

8. Influencia de las pasiones en la vida moral

Por la unión sustancial del alma y del cuerpo, nuestra vida espiritual —el conocimiento intelectual y el libre querer de la voluntad— se encuentra bajo el influjo (para bien o para mal) de la sensibilidad. Este influjo se manifiesta en las pasiones que son «impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o como malo» (Catecismo, 1763). Las pasiones son movimientos del apetito sensible (irascible y concupiscible). Se pueden llamar también, en sentido amplio, “sentimientos” o “emociones” [29].

Son pasiones, por ejemplo, el amor, la ira, el temor, etc. «La más fundamental es el amor despertado por la atracción del bien. El amor causa el deseo del bien ausente y la esperanza de obtenerlo. Este movimiento culmina en el placer y el gozo del bien poseído. La aprehensión del mal causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede sobrevenir. Este movimiento culmina en la tristeza a causa del mal presente o en la ira que se opone a él» (Catecismo, 1765).

Las pasiones influyen mucho en la vida moral. «En sí mismas, no son buenas ni malas» ( Catecismo, 1767). «Son moralmente buenas cuando contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario» (Catecismo, 1768) [30]. Pertenece a la perfección humana el que las pasiones estén reguladas por la razón y dominadas por la voluntad [31]. Después del pecado original, las pasiones no se encuentran sometidas al imperio de la razón, y con frecuencia inclinan a realizar lo que no es bueno [32]. Para encauzarlas habitualmente al bien se necesita la ayuda de la gracia, que sana las heridas del pecado, y la lucha ascética.

La voluntad, si es buena, utiliza las pasiones ordenándolas al bien [33]. En cambio, la mala voluntad, que sigue al egoísmo, sucumbe a las pasiones desordenadas o las usa para el mal (cfr. Catecismo, 1768).

Paul O’Callaghan

Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012


Bibliografía básica

Catecismo de la Iglesia Católica, 1762-1770, 1803-1832 y 1987-2005.

Lecturas recomendadas

San Josemaría, Homilía Virtudes humanas, en Amigos de Dios, 73-92.


[1] Esta vocación «depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura (cfr. 1 Co 2, 7-9)» (Catecismo, 1998).

[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 24, a. 3, ad 2.

[3] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22. Cfr. Rm 8, 14-17; Ga 4, 5-6; 1 Jn 3, 1.

[4] Todo don creado procede del Don increado, que es el Espíritu Santo. «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» ( Rm 5, 5. Cfr. Ga 4, 6).

[5] Se debe distinguir entre la gracia habitual y las gracias actuales , «que designan las intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación» (cfr. ibidem).

[6] «La justificación entraña el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior» (Concilio de Trento: DS 1528).

[7] En los adultos, este paso es fruto de la moción de Dios (gracia actual) y de la libertad del hombre. «Movido por la gracia actual, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto [la gracia santificante]» (Catecismo , 1989).

[8] Esta verdad ha querido recordarla el Señor, con especial fuerza y novedad, por medio de las enseñanzas de san Josemaría, desde el 2 de octubre de 1928. La Iglesia la ha proclamado en el Concilio Vaticano II (1962-65): «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 40).

[9] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 2, a. 12, c.

[10] Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, 104.

[11] Pero la gracia «no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre» (Catecismo, 1742). Al contrario, «la gracia responde a las aspiraciones profundas de la libertad humana, y la perfecciona» (Catecismo, 2022).

En el estado actual de la naturaleza humana, herida por el pecado, la gracia es necesaria para vivir siempre de acuerdo con la ley moral natural.

[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 9.

[13] Para alcanzar la gracia de Dios contamos con la intercesión de nuestra Madre María Santísima, Medianera de todas las gracias, y también con la de San José, los Ángeles y los Santos.

[14] Los vicios son, por el contrario, hábitos morales que siguen a las obras malas, e inclinan a repetirlas y a empeorar.

[15] De modo análogo a como el alma humana obra a través de sus potencias (entendimiento y voluntad), el cristiano en gracia de Dios obra a través de las virtudes teologales, que son como las potencias de la "nueva naturaleza" elevada por la gracia.

[16] Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, 5.

[17] La fe se manifiesta en obras: la fe viva «actúa por la caridad» (Ga 5, 6), mientras que «la fe sin obras está muerta» (St 2, 26), aunque el don de la fe permanece en el que no ha pecado directamente contra ella (Cfr. Concilio de Trento: DS 1545).

[18] Cfr. Hb 10, 23; Tt 3, 6-7. «La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre» (Catecismo, 1818): lo purifica y lo eleva; protege del desaliento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna; preserva del egoísmo y conduce a la alegría (cfr. ibidem).

Debemos esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cfr. Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cfr. Mt 7, 21), seguros de que con la gracia de Dios podemos «perseverar hasta el fin» (cfr. Mt 10, 22) (cfr. Catecismo, 1821).

[19] — La caridad es superior a todas las virtudes (cfr. 1 Co 13, 13). «Si no tengo caridad, nada soy... nada me sirve» (1 Co 13, 1-3).

— «El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad» (Catecismo , 1827). Es la forma de todas las virtudes: las “informa” o “vivifica”, porque las orienta al amor de Dios; sin la caridad, las demás virtudes están muertas.

— La caridad purifica nuestra facultad humana de amar y la eleva a la perfección sobrenatural del amor divino (cfr. Catecismo, 1827). Hay un orden en la caridad. La caridad se manifiesta también en la corrección fraterna (cfr. Catecismo, 1829).

[20] Como se explicará en el apartado siguiente, el cristiano desarrolla estas virtudes con la ayuda de la gracia de Dios que, al sanar la naturaleza, da fuerza para practicarlas, y las ordena a un fin más alto.

[21] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 47, a. 2, c. Lleva a juzgar rectamente sobre el modo de obrar: no retrae de la acción. «No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada “auriga virtutum”: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar» (Catecismo, 1806).

[22] El hombre no puede dar a Dios lo que le debe o lo justo en sentido estricto. Por eso, la justicia para con Dios se llama más propiamente “virtud de la religión”, «puesto que a Dios le basta con que cumplamos a medida de nuestras posibilidades» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 57, a. 1, ad 3).

[23] «En el mundo tendréis tribulación . Pero confiad: Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

[24] Por ejemplo, la laboriosidad consiste en trabajar todo lo que se debe, que es un medio entre un menos y un más. Se opone a la laboriosidad trabajar menos de lo debido, perder el tiempo, etc. Y también se opone trabajar sin medida, sin respetar todo lo demás que también se debe hacer (deberes de piedad, de caridad, etc.).

[25] El principio in medio virtus es válido sólo para las virtudes morales, las cuales tienen por objeto los medios para alcanzar el fin, y en los medios hay siempre una medida. En cambio no es válido en el caso de las virtudes teologales, que estudiamos en el apartado anterior. Estas virtudes (fe, esperanza y caridad) tienen directamente a Dios por objeto. Por eso, no cabe un exceso: no es posible “creer demasiado” o “esperar demasiado en Dios” o “amarle en exceso”.

[26] La naturaleza humana está herida por el pecado. Por esto tiene inclinaciones que no son naturales, sino consecuencia del pecado. Del mismo modo que no es natural cojear, sino consecuencia de una enfermedad, y no sería natural aunque todo el mundo cojeara, tampoco son naturales las heridas que ha dejado el pecado original y los pecados personales en el alma: tendencia a la soberbia, a la pereza, a la sensualidad, etc. Con la ayuda de la gracia y con el esfuerzo personal estas heridas se pueden ir sanando, de modo que el hombre sea y se comporte como corresponde a su naturaleza y a su condición de hijo de Dios. Esta salud se consigue por medio de las virtudes. De modo semejante, la enfermedad se agrava por los vicios.

[27] En este sentido, hay una prudencia que es virtud humana, y una prudencia sobrenatural, que es virtud infundida por Dios en el alma, junto con la gracia. Para que la virtud sobrenatural pueda producir fruto —actos buenos— necesita la correspondiente virtud humana (esto mismo sucede con las demás virtudes cardinales: la virtud sobrenatural de la justicia, requiere la virtud humana de la justicia; y lo mismo la fortaleza y la templanza). Dicho de otra manera, la perfección cristiana —la santidad— exige y comporta la perfección humana.

[28] Se puede añadir, para ayudar a comprender la función de los Dones del Espíritu Santo en la vida moral, la siguiente explicación clásica: así como la naturaleza humana tiene unas potencias (inteligencia y voluntad) que permiten realizar las operaciones de entender y querer, así la naturaleza elevada por la gracia tiene unas potencias que le permiten realizar actos sobrenaturales. Estas potencias son las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad). Son como los remos de una barca, que permiten avanzar en dirección al fin sobrenatural. Sin embargo, este fin nos supera de tal modo, que no bastan las virtudes teologales para llegar a alcanzarlo. Dios concede, junto con la gracia, los dones del Espíritu Santo, que son nuevas perfecciones del alma que permiten que sea movida por el mismo Espíritu Santo. Son como la vela de una barca, que le permite avanzar con el soplo del viento. Los dones nos perfeccionan en orden a hacernos más dóciles a la acción del Espíritu Santo, que se convierte así en motor de nuestro obrar.

[29] Hay que tener en cuenta que también se habla de “sentimientos” o “emociones” suprasensibles o espirituales, que no son propiamente “pasiones” porque no conllevan movimientos del apetito sensible.

[30] Por ejemplo, hay una ira buena, que se indigna ante el mal, y también hay una ira mala, descontrolada o que impulsa al mal (como sucede en la venganza); hay temor bueno y hay un temor malo, que paraliza para hacer el bien; etc.

[31] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 24, aa. 1 y 3.

[32] En ocasiones pueden dominar de tal modo a la persona, que la responsabilidad moral se reduce al mínimo.

[33] «La perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su voluntad, sino también por su apetito sensible según estas palabras del salmo: “Mi corazón y mi carne gritan de alegría hacia el Dios vivo” (Ps 84,3)» (Catecismo, 1770). «Las pasiones son malas si el amor es malo, buenas si es bueno» (San Agustín, De civitate Dei, 14,7).

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