50º aniversario de la ordenación sacerdotal

Ofrecemos la homilía pronunciada por Monseñor Javier Echevarría en la Misa con motivo de su 50 aniversario de ordenación sacerdotal

Roma, Basílica de Santa María la Mayor, 22-IX-2005

1. La celebración del quincuagésimo aniversario de sacerdocio me invita dirigirme al Señor con esta breve oración: "Gracias, perdón, ayúdame más", para recorrer con renovado impulso el camino de la conversión y del agradecimiento, vía maestra para progresar en la identificación con Cristo. De este modo trato de seguir las huellas de mi predecesor como Prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo, a quien gustaba dirigirse a Dios con esa exclamación, especialmente en los aniversarios y en otros momentos significativos de su vida. También nosotros podemos comenzar nuestras jornadas con éstas o parecidas palabras.

¡Gracias, Señor! A medida que transcurren los años, más clara se vislumbra la misericordia divina. Al mismo tiempo, sin pesimismos estériles, sino con realismo, se experimentan con mayor relieve las limitaciones personales. Pero no nos quitan la serenidad, porque —como a los primeros Apóstoles— el Señor dirige también a cada uno de nosotros aquellas palabras: ego sum, nolite timere (Mt 14, 27); no tengáis miedo, soy Yo.

Al echar una mirada atenta a los cincuenta años trascurridos desde la ordenación sacerdotal, acude a mi memoria una frase de San Josemaría en los años 30: ¡Qué poco es una vida, para ofrecerla a Dios!... (1). Haciendo eco a la verdad de esas palabras, añado: ¡qué breve es toda la existencia terrena, para agradecer adecuadamente a la Trinidad Santa su cercanía y su cariño! ¡Qué pobres nos descubrimos para corresponder al amor de Dios como Él se merece!

Quisiera dirigirme al Señor con el mismo hondo agradecimiento que he admirado en muchas personas santas y, de cerca, en San Josemaría. Sé muy bien que estoy muy lejos de unos modelos tan excelsos, pero éste es de verdad mi deseo. Por eso, me atrevo a hacer mías algunas palabras que oí pronunciar al Fundador del Opus Dei la víspera de sus bodas de oro sacerdotales.

Era el 27 de marzo de 1975, que aquel año coincidió con el Jueves Santo. A su lado se encontraba un pequeño grupo de hijos suyos, adorando al Santísimo Sacramento. De improviso, San Josemaría comenzó su oración personal en voz alta; esa oración que, hacia el final de su vida terrena, había llegado a ser continua, de día y de noche, pues el Señor le concedió la gracia —que también mencionan algunos Padres de la Iglesia— de que no se interrumpiese ni siquiera durante el sueño.

En aquella ocasión, entre otras expresiones de diálogo confiado con Jesús, presente en la Hostia Santa, le oímos pronunciar palabras que en todos los que estábamos allí presentes suscitaron una profunda conmoción. Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Un cántico de acción de gracias tiene que ser la vida de cada uno. Porque ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís... Stulta mundi, infirma mundi, et ea quæ no sunt (cfr. 1 Cor 1, 27-28). Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero. Te dan gracias en toda Europa, y en puntos de Asia y África, y en toda América, y en Oceanía. En todos los sitios te dan gracias (2).

Si de este modo se expresaba un santo, ¿cuáles tendrían que ser mis sentimientos, al verme tan distante de él, tanto en dotes humanas como en cualidades sobrenaturales? Sin embargo, sé que al conferirme el sacerdocio ministerial, el Señor me ha llamado tuyo (cfr. Jn 15, 15), me ha otorgado la capacidad de renovar entre los hombres su divino Sacrificio del Calvario y de dispensar sus frutos en los demás sacramentos; sé bien que me ha concedido el don de poder proclamar la Palabra, de representarle ante los hombres, de estar íntimamente unido a Él, que desea acercarse a cada criatura utilizándome como instrumento suyo. Me ha confiado además —gratiam pro gratia! (Jn 1, 16)— el cuidado pastoral del Opus Dei, esta pequeña parte de su pusillus grex (cfr. Lc 12, 32), que es la Iglesia. Ayudadme a pedir al Señor que yo sepa llevar a cabo con eficacia la misión recibida, ahondando el surco trazado por mis predecesores en la tarea de guiar la actual Prelatura.

De algún modo, el Señor se ha sujetado a la voluntad de los sacerdotes, ha querido depender de nuestras palabras y de nuestros gestos para actualizar en la Santa Misa el misterio pascual de su muerte y resurrección. Él es, como decía San Agustín, «interior intimo meo», más íntimo a nosotros que nosotros mismos (3). Querríamos experimentar en todo momento esa presencia suya en nuestra alma, de modo que durante las veinticuatro horas del día nos sepamos y nos sintamos instrumentos totalmente suyos: y los sacerdotes sólo sacerdotes, sacerdotes de Jesucristo.

2. Al dirigir la mirada a la propia vida, cada uno puede descubrir el amor sin quiebra, siempre joven y nuevo, que la Trinidad Santísima nos ha donado. Dios nos ha mirado a todos nosotros con interés divino, con esa atención exquisita que se concede a los personajes importantes de la tierra. Ciertamente, para Dios nuestro Padre, cada hombre, cada mujer, es una persona de importancia inestimable. Empti enim estis pretio (1 Cor 6, 20; 7, 23), afirma San Pablo; hemos sido rescatados a un precio infinito: la sangre del Hijo Unigénito, hecho hombre por nosotros.

Sin embargo, de nuestra parte —yo, al menos, de la mía—, hemos de reconocer que no siempre ha habido una respuesta adecuada, y sí, en cambio, tantas carencias, tanta falta de amor, en las cosas pequeñas y en las grandes. Por eso, siento la imperiosa necesidad de pedir indulgencia. Ayudadme a suplicar al Señor —Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad Santa—, también por no haber estado a la altura de las circunstancias; por no haber caído en la cuenta, con mayor profundidad, de que Dios encuentra sus delicias en estar con los hijos de los hombres —deliciæ meæ esse cum filiis hominum (Prv 8, 31)—, y desea solazarse conmigo, con todos nosotros, en la mayor intimidad; desdichadamente, ¡tantas veces!, nosotros no hemos sabido acogerle y conversar con Él.

Haciendo mías, una vez más, la palabras de San Josemaría, también yo debo confesar —y con mayor razón— que a la vuelta de cincuenta años, estoy como un niño que balbucea. Estoy comenzando, recomenzando, en cada jornada. Y así hasta el final de los días que me queden: siempre recomenzando. El Señor lo quiere así, para que no haya motivos de soberbia en ninguno de nosotros, ni de necia vanidad. Hemos de estar pendientes de Él, de sus labios: con el oído atento, con la voluntad tensa, dispuesta a seguir las divinas inspiraciones (4).

Si queréis uniros hoy especialmente a mí en la oración, os suplico que pidáis al Señor que estas palabras de un sacerdote santo arraiguen profundamente en mi corazón, de modo que las haga mías con total sinceridad. Por mi parte, os aseguro que cada día rezo por vosotros, por cada uno de vosotros. A todos pido perdón por mis faltas de correspondencia y de servicio, por las posibles ofensas que os haya podido causar, por las veces que me haya comportado con alguien sin tener en cuenta la estupenda realidad de que somos hijos amadísimos de Dios y hermanos de Jesucristo.

Suplico a la Santísima Virgen, que se mantuvo fiel junto a la Cruz (cfr. Jn 19, 25), que nos haga avanzar a todos por la senda maestra de la caridad, que sepamos exaltar la Santa Cruz en nuestros cuerpos y en nuestras almas, de modo que en todos se haga realidad la profunda aspiración que el Señor mismo grabó a fuego en el espíritu del Fundador del Opus Dei, en una fecha bien concreta del año 1931.

Aquel día, 7 de agosto, durante la celebración de la Misa, San Josemaría escuchó en el fondo del alma unas palabras del Evangelio de San Juan según la versión de la Vulgata, entonces vigente en la Liturgia: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Dios le hizo entender con una luz intelectual muy clara el sentido de la misión confiada a los hombres y a las mujeres del Opus Dei en el seno de la Iglesia. Años más tarde, en una meditación, aludiendo a aquella locución divina, comentaba: aquel pobre sacerdote no sabía que iba a ser coronado así, tan divinamente, el Opus Dei. Pero sí comprendió que, en lo alto de todas las actividades humanas, tenía que haber hombres y mujeres con la Cruz de Cristo en sus vidas y en sus obras, alzada, visible, reparadora, redentora; símbolo de la paz, de la alegría; símbolo de la Redención, de la unidad del género humano, del amor que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima, ha tenido y sigue teniendo a los hombres (5).

3. Enseña el Apóstol: nadie puede decir: «¡Señor Jesús!», sino por el Espíritu Santo (1 Cor 12, 3). Si San Pablo habla de este modo, ¡cuánto más nosotros, en la presencia de Dios, nos hemos de reconocer necesitados de la ayuda del Cielo! Bien consciente del auxilio que continuamente me es dispensado, me dirijo de nuevo al Señor y Dios nuestro, para repetirle una vez más: ¡gracias, perdón y ayúdame más! Por esta razón, como recordatorio del quincuagésimo aniversario de ordenación, he elegido la figura del Crucifijo: para que en mi vida, y en la vida de todos, arraigue con mayor incisividad el convencimiento —real, práctico, concreto— de que nuestra fortaleza, nuestras virtudes, nuestros logros, proceden solamente de la bondad divina, manifestada de modo sumo en Cristo clavado en la Cruz por nuestros pecados.

Para sacar adelante la nueva evangelización tantas veces deseada por Juan Pablo II, y ahora por el Papa Benedicto XVI, hemos de ser hombres y mujeres de Cruz: lo requiere urgentemente este mundo nuestro. Tratemos de vivir y de anunciar: lux in Cruce, requies in Cruce, gaudium in Cruce.

Se asoman a mi memoria otras consideraciones del Fundador del Opus Dei. Casi al final del encendido coloquio que, como recordé anteriormente, había mantenido con Jesús en el Santísimo Sacramento, se dirigió a los que seguíamos sus palabras, y a los fieles de la Prelatura de todos los tiempos, para recordarnos algo que nos había enseñado muchas otras veces. Hemos de estar —nos dijo— en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Ésta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo. En el Cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra: un cacharro de barro que el Señor ha querido aprovechar para su servicio (6).

Antes de concluir, siento el deber de dar gracias a San Josemaría, que me llamó al sacerdocio y de quien he aprendido todo, y a Mons. Álvaro del Portillo, a cuyo lado he transcurrido muchos años; ha sido para mí un maestro de fidelidad a Dios. Doy gracias a los fieles de la Prelatura del Opus Dei —hombres y mujeres, laicos y sacerdotes—, a los obispos y sacerdotes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, así como a los cooperadores y a los innumerables jóvenes que frecuentan los apostolados de la Obra, que con sus oraciones y sus sacrificios me sostienen y acompañan día tras día. Agradezco a mis padres y a mis hermanos y hermanas, a quienes debo —humanamente hablando— un tanto por ciento muy considerable de mi vocación cristiana y sacerdotal. Agradezco a las innumerables personas con las que me he encontrado a lo largo de estos cincuenta años, que también me han ayudado con sus oraciones, ejemplos y palabras. A todos se dirige mi agradecimiento más sentido, con la promesa, por mi parte, de plegarias constantes e ininterrumpidas.

Deseo dirigir un saludo especial a loas cardenales, obispos y sacerdotes aquí presentes, y a cuantos no han podido acompañarme físicamente en este día, pero se hallan espiritualmente unidos a nosotros. De modo particular, doy las gracias al Santo Padre Benedicto XVI por la carta tan paternal que me ha enviado con motivo de este aniversario, y por las muestras de cariño al Opus Dei y a mi persona, que ha querido manifestar. Todo esto constituye un estímulo para intensificar mi unión afectiva y efectiva con su Augusta Persona y sus intenciones.

También deseo expresar mi reconocimiento a los anteriores Romanos Pontífices que he tenido la alegría de conocer. De modo particular mi pensamiento va al amadísimo Papa Juan Pablo II, de venerada y feliz memoria, un verdadero padre para millones de personas, como confirmó la enorme conmoción causada en todo el mundo por su fallecimiento. Además de nombrarme obispo y conferirme la orden del episcopado, tantas veces y en modos diversos manifestó su interés y su afecto por la Prelatura del Opus Dei. Lleno de confianza, recurro a su intercesión en la presencia de Dios.

María, Mujer eucarística, es también Mujer fiel junto a la Cruz. Con su fiat! en la Anunciación, prolongada sin interrupción en el curso de su vida, respondió al amor de Dios con la plena entrega de su persona; ahora cuida de nosotros, sus hijos, con amor materno. A Ella me dirijo con palabras de la secuencia Stabat Mater, que hemos recitado recientemente con ocasión de la fiesta de los Dolores de Nuestra Señora.

Sancta Mater, istud agas, Crucifixi fige plagas cordi meo valide. Suplico a Santa María que, como fruto de esa identificación con su Hijo crucificado, me enseñe —nos enseñe a todos— a amar más a Cristo, al Padre y al Espíritu Santo. Fac ut ardeat cor meum in amando Christum Deum. Así sea.

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Pies de página:

(1) San Josemaría. ‘Camino’ n. 420

(2) San Josemaría, Meditación, 27-III-1975 (cit. en S. Bernal, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, 6ª ed., p. 358).

(3) Cfr. San Agustín, Confesiones, III, 6, 11 (CCL 27, 33).

(4) San Josemaría, Meditación, 27-III-1975 (op. cit., p. 357).

(5) San Josemaría, Meditación, 2-XI-1958.

(6) San Josemaría, Meditación, 27-III-1975 (op. cit., p. 360).